
En el largo periodo que el general Porfirio Díaz ocupó la Presidencia de la República se hicieron más evidentes y cruentas las abismales diferencias en riqueza, educación y bienestar entre la inmensa mayoría del pueblo y el reducido grupo que, al amparo del poder del gobierno porfirista, gozaba prácticamente de todos los privilegios, a costa de condenar a la miseria a esa gran mayoría que ya en el momento de su condena estaban ya artos de su pobreza e ignorancia. De la cual ya estaban conscientes pero sin poder ni recursos no podían cambiar ni para el bien ni para el mal del mismo.
Aunque la miseria corroía los cimientos de la sociedad mexicana, finalmente no afloraba de manera abierta debido a la ancestral sumisión y al control que las poderosas fuerzas locales mantenían sobre pobre y mísero pueblo hundido en la total y completa ignorancia.
Pero la falta de libertades políticas, que se traducía en la escasa posibilidad para las clases medias emergentes de ascender socialmente y tener un acceso a puestos de mando y a la riqueza, se fue abriendo paso a los reclamos y exigencias de éstas, hasta llegar al punto de lograr un estallido de enorme magnitud y volverse un revolucionario y reconocido suceso para nosotros en la historia, una violencia armada.
Precisamente fueron esas clases ilustradas, que contaban con la preparación y el conocimiento de la situación real del país, quienes plantearon la necesidad y después la exigencia de que se abrieran los cauces para tener la oportunidad de ocupar los puestos que ya de antiguo se encontraban en las mismas manos, ahora cansadas y viejas, de los beneficiarios de la paz porfiriana.

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